
El milagro más grande de Pentecostés
El milagro más grande de Pentecostés
Convento Santo Domingo / Bogotá
| mayo 22 de 2024 | Por: Fr. Franklin Buitrago Rojas, O.P. • Prior provincial |
“Tienen que emprender un proyecto sin precedentes”, dice el texto, construir una torre tan alta que llegará ¿hasta dónde? Hasta el cielo.
Imagínense el tamaño de las ambiciones y de cómo se sentía fuerte y grande este grupo de seres humanos. Vamos a construir una torre que llegue hasta el cielo. Y el mismo texto dice que lo hacen por dos motivos: “para que nos recuerden, para volvernos famosos y célebres. “Para sentirnos protegidos y seguros. A ver qué otro pueblo se va a atrever a atacarnos teniendo una torre tan alta”. Repito, la humanidad que se siente segura de sí misma, quiere levantar una torre hasta el cielo para que nos recuerden para siempre y para sentirnos seguros.
Este relato de la torre de Babel, que nos puede parecer un cuento de hadas, como un cuento para Netflix, no era un cuento de hadas para la gente de la época en la que se escribe este texto. Un judío, una israelita que llegaba a Egipto y veía piramidales. O que llegaba a Babilonia y veía torres y murallas, pues decía, “esta gente se cree que son dioses. Es más, muchas de esas pirámides las vemos como grandes tumbas de reyes. Reyes que se creían dioses”. Eran reyes que mandaban a hacer construcciones para pasar a la historia. Para asegurarse frente a una posible guerra si sus enemigos venían a atacarlos.
De modo que el texto cuando fue escrito era muy cierto. Ahí estaban esas torres, esas pirámides y esas murallas. Y, sin embargo, la misma gente de la antigüedad se daba cuenta que eso no servía de nada porque tarde o temprano venía otro rey más fuerte, otro pueblo más fuerte, y aniquilaba, destruía o se adueñaba de eso.
El relato de la torre de Babel nos aporta a la historia de la humanidad. Una historia tejida de avances, de progresos, de oportunidades, pero que rápidamente se vino abajo por la vanidad, por la soberbia, porque “yo quiero ser más fuerte que el rey de al lado, porque yo quiero protegerme y defenderme para que nadie me pueda atacar”. Y eso que parecería ser una historia de la antigüedad, sigue siendo la historia de la humanidad. Llámese faraones. llámese monstruos, llámese reyes, y qué pena decirlo, hasta los regímenes políticos de nuestro tiempo.
Una interminable sucesión de poderes que van y vienen, movidos muchas veces más por la vanidad, por la soberbia, por el deseo de sentirnos fuertes, por el deseo de pasar a la posteridad.
Y hoy como ayer, esas ambiciones de los más poderosos siguen costando vidas humanas, siguen destruyendo, siguen dividiendo. Ese estado de confusión, de división que puede llegar destruir a la vida de una persona cuando nos creemos pequeños reyes y queremos levantar nuestras pequeñas torres, que a veces no las creemos grandes. O ese mismo espíritu cuando llega a la vida de una familia, de una comunidad, de una organización, de una empresa, termina destruyendo.
Nosotros mismos hemos demostrado en la historia y seguimos demostrando que somos capaces de dividirnos y de destruirnos. Cuántos somos capaces, por envidia, de querer levantar torres para que luego venga otro a demolerlas. Cuando uno lo piensa así, pareciera que la humanidad está condenada a esa historia.
Pareciera que estamos condenados a repetir ese ciclo de orgullo, de ambición, de soberbia, de violencia, destrucción, aniquilación, mientras que otro venga a comenzar. Pero no nos quedemos en el juego, no nos quedemos en la confusión y en la división. Pasemos a la lectura del Evangelio que escuchamos.
Es una lectura donde el Señor, puesto en pie, dice, “el que tenga sed, que venga a mí y beba”. Cuenta el texto del Evangelio que el Señor proclama, grita, Dice el texto, estas palabras en un lugar muy especial, en el templo de Jerusalén.
Y los quiero invitar en esta reflexión a contraponer dos edificios: la torre de Babel y templo de Jerusalén, en el que Jesús está orando.
Jesús obviamente no se queda con este templo de piedra en la línea de barro, Jesús habla de otro templo. el templo de su cuerpo, el templo de la iglesia, ese es el otro templo que nace en Pentecostés y que puede contraponerse a la confusión, porque como dice San Pablo “nosotros somos como piedras vivas que se van sumando a esa construcción para que el templo de la iglesia pueda irse levantando”.
Es muy distinto pensarse como una torre, querer levantar mi vida como una torre a punta de soberbia, protagonismo y orgullo, a pensarme como piedra viva, queriendo construir porque es que, en un templo, como se ve todo en ingeniería civil o todo arquitecto, se necesita de equilibrar las cargas en un templo, unas piedras tienen que servir de base para que otros se eleven más alto y otros tienen que servir para mantener el conjunto integrado, para que el templo se mantenga en pie. Entonces ¿Cómo estoy construyendo mi vida? - ¿Como torre de Babel, solitaria, en medio de esa llanura amable, pero esperando que venga otro más fuerte y la eche por la tierra? O ¿Cómo estoy construyendo mi familia, mi proyecto de vida? - ¿Como una torre que quiere llegar hasta el cielo porque me siento más grande y fuerte que todos?
O la estoy construyendo como piedra viva que hace parte de una comunidad que se comprende unos a otros, esos son mis hermanos.
Los apóstoles antes en Pentecostés, sí, eran un grupo de admiradores de Cristo, pero peleando por ocupar el primer puesto – “¿Quién es el más importante?”. Después de Pentecostés encontramos una comunidad que se fortalece, que se reúne en el verdadero milagro de Pentecostés, que no es quizás el tema de las lenguas o de los idiomas, pues de que sirve comprendernos en un mismo idioma, si existe un corazón separado y dividido.
Babel sigue siendo una realidad en muchos lugares en muchos espacios sociales y por eso le pedimos al Señor una y otra vez que haga, que vuelva a la iglesia para producir ese milagro de Pentecostés en nosotros: renunciar al egoísmo, huirle a las vanidades, entender que entender que no estoy solo, que yo vivo con otros me guste o no me guste. Tenemos que ajustar las cargas y tenemos que complementarnos, caminar juntos en medio de las diferencias.
A veces me parece que hablamos mucho de los dones del Espíritu, pero no los pensamos como un conjunto, sino como dones individuales. Privatizamos la experiencia de Dios y de su Espíritu, cuando esta es una fiesta comunitaria.
Los dones y los carismas son para el servicio de la comunidad y también como hemos aprendido todos en las vigilias de Pentecostés o en nuestra catequesis, el Espíritu Santo es el amor que une al Padre y al Hijo, que nos permite comprendernos dentro de la familia, dentro de la comunidad, dentro de la sociedad, dentro de una iglesia.
Que ese milagro de Pentecostés se haga cada día realidad en nosotros, en mí.
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