Por: Fray Ramiro Gutiérrez, O.P. • Fray Oscar Ruíz, O.P.
De extraños a hermanos
En la cotidianidad de la vida consagrada no es difícil encontrar el termino hermandad, en nuestro caso, el mismo nombre de frailes, como en el caso de las hermanas cuyo término es “sor”, ya traen de por sí una carga semántica que representa esa misma hermandad. Teniendo en cuenta esto, resulta muy fácil determinar que quien ingresa a una comunidad religiosa, inmediatamente se convierte en un hermano más, pero esto no es así de fácil, representa un diálogo peligroso y un dinamismo que se debe dar entre el simple hecho de ser desconocidos o extraños a ser hermanos y amigos.
Es necesario decir entonces, que lo que nos hace hermanos es Cristo que nos ha llamado a una vida nueva y nos ha introducido guiados por el Espíritu Santo a una relación amorosa que brota de un solo Padre, entonces, en esta comunión trinitaria se manifiesta de manera latente la necesidad no solo de ser llamados hermanos, sino de ser hermanos de verdad, con todos los compromisos y obligaciones que se suscitan de este hecho.
Cuán difícil es entonces poder comprender las diferencias que se pueden suscitar entre ser hermanos y ser amigos, paso necesario para entender lo que realmente se necesita dentro de la vida comunitaria, la vida consagrada. Teniendo en cuenta esto, podemos iniciar pregúntanos ¿qué tipo de amigos esperamos encontrar en la vida consagrada? Puesto que la amistad es la verdad, y quien está dispuesto a una amistad verdadera está dispuesto también a corregir y ser corregido.
Entonces, por nuestra profesión estamos llamados a vivir la vida religiosa y por tanto la fraternidad, que termina siendo más provechosa que una amistad, porque hay que tener en cuenta algo de lo que vivimos en la cotidianidad, a los amigos los elegimos, a los hermanos, no, son los que la naturaleza nos otorga; en nuestras comunidades, son los que la naturaleza de la vida consagrada nos otorga, lo que el mismo Dios que nos hace hermanos nos regala, sin embargo, estamos llamados a crear vínculos de amistad fraterna con cada uno de nuestros hermanos.
Para lo anterior, hay que decir que la amistad comienza cuando reconocemos las diferencias y aprendemos a construir comunidad en medio de ellas, lo cual se garantiza por medio de un proceso de reconocimiento de que aquel que nos ha llamado a vivir en comunidad, es aquel que nos llama, así pues hay que reconocer que estamos llamados a ser amigos de Jesús y hermanos en Jesús, sólo de esta manera comprenderemos que la fraternidad que profesamos está centrada en el mismo Cristo por medio del Espíritu Santo.
Aunque es un proceso que se va dando por medio de acciones concretas, es necesario reconocer la necesidad de que nuestras relaciones comunitarias estén orientadas a pasar del formalismo a relaciones fraternas reales, que surjan de modo espontáneo, y aunque cada uno es distinto, todas las dinámicas que se van presentando tienen ese sentido de unidad que permite la conformación de comunidades fraternas en búsqueda del bien común y que se ven permeadas de esa comunión en las distintas dimensiones de la vida consagrada.
Ante todo, Cristo es quien hace posible la fraternidad; es él quien reúne a un montón de desconocidos y les brinda la capacidad de llamarse hermanos entre sí. Así hizo con los discípulos, les dio una misión común la cual a su vez dio sentido a sus vidas, pero el elemento fundamental que permitió congregarlos y mantenerlos unidos fue el mismo Jesús. Por ese motivo, cuando creyeron que Jesús había muerto se dispersaron y perdieron la razón que los movía a formar aquella comunidad, que inconscientemente se había convertido en una nueva familia.
Solo en dinámica de Iglesia el cristiano puede fructificar; cuando el creyente y en especial el religioso comprende esto, su manera de pensar cambia radicalmente y el carácter comunitario aflora. El exmaestro de la Orden de Predicadores, fray Timothy Radcliffe, precisa que pertenecer a una comunidad y salir al apostolado no significa ir a realizar un trabajo fuera de casa como cualquier profesional, sino que la comunidad misma es la que envía al religioso a la misión. De la vida comunitaria dependerán en buena medida los frutos que el religioso produzca a nivel personal y el sentido que le dé a su apostolado. Ya no procurará el interés personal a toda costa, cosa muy natural en las relaciones humanas, sino que motivado por altos ideales que proceden de la inspiración divina, dirigirá sus decisiones y acciones al provecho común, incluso si esto significa sacrificar sus intereses particulares.
Sin embargo, el proceso de reconocerse como hermanos no es algo que se logre de la noche a la mañana. Esto puede pasar por diversos momentos de tensión en distintos tiempos, lugares y circunstancias, considerando que prácticamente cada persona que llega a una comunidad viene con su propio contexto, modo de pensar y circunstancias personales, así como con su educación y costumbres aprendidas en casa. Pero son precisamente los momentos de conflicto, si se saben sobrellevar, los que pueden traer oportunidades importantes de crecimiento y de conocimiento personal y comunitario. No se pide que las comunidades sean perfectas, siempre habrá cosas por mejorar, pero ante todo el eje que conduce al éxito en la construcción de la fraternidad se encuentra en que la comunidad nunca desfallezca en la tarea de pensarse a sí misma y reconocer lo que debe corregir, lo cual empieza por aceptar las falencias a nivel individual. Cada uno con la ayuda de sus hermanos necesita darse la oportunidad de admitir sus errores y procurar mejorar aquello que pueda afectar a los demás.
Hallar significado a la vida comunitaria es un gran reto que ha de tomarse muy en serio por parte de las comunidades religiosas, sin este paso, sin este cambio de mentalidad difícilmente se logrará consolidar el proyecto de Iglesia mandado por Cristo. La vocación cristiana nos exige el amor hacia el prójimo como valor supremo. Bien lo expresó el Señor en la última cena: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). Por tanto, reconocer como hermanos a aquellas personas con las cuales se comparten ideales y vida en una comunidad significa a su vez unirse a Cristo de manera más real y efectiva.
Retos para nuestra vida
Uno de los desafíos que presenta la construcción de una comunidad es el reconocimiento de las diferencias del otro. En muchas ocasiones, aceptar los diferentes modos de proceder y de pensar de los hermanos puede resultar conflictivo. Todos vienen a la vida religiosa con su propio mundo, trayendo sus perspectivas, vivencias y cualidades lo cual enriquece enormemente a la comunidad. Ciertamente, hay algunos aspectos que no resultan del todo edificantes para la fraternidad; no obstante, aquí se encuentra otra labor comunitaria importante, saber distinguir entre lo que aporta a la comunidad y aquello que la afecta, siendo capaz de cultivar las cualidades de sus miembros y de mostrarles sus deficiencias para que puedan corregirlas.
Ante esta cuestión, sucede que el compartir fraterno es uno de los mejores lugares para que el consagrado se encuentre consigo mismo. Sin quererlo, la vida en común hace que la persona se enfrente consigo misma y se conozca en sus diferentes facetas. Los conflictos que surjan posibilitarán ajustar las falencias personales y amansar los ánimos, permitiendo pulir y mejorar la personalidad, como en la conocida figura de las piedras que se van limando al chocar las unas contra las otras en el río. Lo anterior va haciendo aparecer la mejor versión del que está dispuesto a cambiar en favor de la fraternidad, lo cual constituye una importante herramienta en el camino hacia la santidad.
Además, hablar de fraternidad y amistad dentro de la vida religiosa es otro gran desafío. Primero que todo, al introducirse en la vida religiosa, el consagrado debe ser consciente que la única amistad no negociable por ningún motivo es la amistad con Jesús. A partir de esta relación de intimidad con Cristo, amar a los demás se va a tornar más fácil y natural. Sin embargo, surge la duda de cómo mantener el equilibrio dentro de las relaciones para no caer en favoritismos sino crecer en la fraternidad como valor fundamental en la vida consagrada. La castidad es uno de los puntos que ofrece una respuesta a este cuestionamiento. Quien procura mantenerse casto, se esfuerza por que en su corazón no haya un amor más grande que el de Dios. En el camino, los amores deben ir decantándose para no generar apegos hacia nada ni nadie, sino que motivado por la fe y la gracia el consagrado pueda amar a todos, incluso en la amistad, pero sin que ello signifique depender o aferrase a alguien en específico.
Otro punto para considerar es que, debido al ritmo acelerado del apostolado, la comunidad corre el peligro de convertirse en un lugar de paso, donde como en una especie de hotel solo se va a comer y a pasar la noche. La vida comunitaria va mucho más lejos que esto. En cuestión de prioridades, el compartir fraterno ocupa uno de los puestos más elevados en la vida consagrada. Si no existe la capacidad de entrar en relacionarse con los hermanos que se vive, ¿de qué manera podrá el consagrado relacionarse con personas externas en su apostolado? Mostrar interés por lo que le sucede al hermano ayuda a evitar convertir la comunidad en una residencia. Empezar a interesarse de modo natural por el otro, a pesar de que al principio cueste un poco, puede ser uno de los medios para consolidar la fraternidad. Esto se consigue a través del diálogo, propiciando espacios donde los hermanos puedan conocerse para establecer acuerdos que respeten sus diferencias y construyan comunidad. La soledad, común entre los religiosos y a la cual en cierto sentido se han de habituar, se lleva mejor de esta manera, sintiendo el apoyo de una comunidad que camina unida en su diversidad y a pesar de que cada uno enfrente sus propias batallas.
Conclusiones
Construir comunidad no es una tarea fácil; pasar de ser completos desconocidos a considerarse hermanos que realmente se amen entre sí parece en ocasiones una gran utopía. No obstante, la oración de Jesús al Padre en Getsemaní expresa una idea totalmente distinta: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17, 21). El llamado a la unidad hace parte del plan de salvación, y puesta toda la confianza en Cristo solo le queda al consagrado poner todo de su parte para que esto sea posible y confiar el resto al Señor para que haga su obra. Incluso, este llamado quiere decir que pueden llegar a haber lazos más fuertes que los sanguíneos. Por eso Jesús vino a redimir al ser humano, este es otro de los milagros de la redención, la reconciliación de los hombres entre sí y ahora de una manera más profunda y nueva en Cristo. En resumen, todos estos ideales de fraternidad llegan a tener su cumplimiento solamente por medio de Él.
A fin de cuentas, este proyecto solo puede encontrar fundamento y sustento en Cristo y si se olvida su aspecto espiritual y divino se corre el riesgo de fracasar rotundamente en la construcción de una verdadera fraternidad. Esto es don de la gracia, de ninguna manera se puede conseguir por meros esfuerzos humanos. Así pues, mantener un estilo de vida concorde con lo que se ha profesado, procurando la fidelidad en las exigencias de la vida religiosa y cuidando el ambiente de oración comunitario, permite la cohesión de los miembros de la comunidad entre sí. Para los consagrados también aplica la frase: “familia que reza unida permanece unida”. Así, la comunidad se convierte en una familia que acoge en su seno a todos sus miembros para confortarlos en la dificultad, acompañarlos en las alegrías y tristezas, aconsejarlos en las pruebas y ayudarlos a crecer, y ante todo se va transformando en un oasis de amor cuya fuerte primordial se encuentra en Jesucristo.
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