Por: Fray Ramiro Gutiérrez, O.P. • Fray Oscar Ruíz, O.P.
Obediencia y Autenticidad
¿Qué es la obediencia?
Dentro de una reflexión acerca de la vida religiosa no puede faltar el apartado acerca de los votos. Precisamente, estas promesas son las directrices que orientan la vida de los consagrados. A pesar de que ya se haya podido hablar mucho acerca de ellos, en cada época se actualizan y renuevan según las exigencias del momento, exigencias que interpelan a la Iglesia y en específico a la vida religiosa. En el caso del presente escrito, el primer asunto a tratar es el de la obediencia, voto por el cual los religiosos se sujetan a unas normas y a un superior que se cree por fe que encarna la voluntad de Dios.
Obviamente, resulta necesario aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de la obediencia en el contexto de la vida consagrada y de la Iglesia. Podríamos quedarnos entonces con alguna definición de diccionario, que a propósito muestra en tres de los cuatro significados sobre esta palabra relación directa con el tema religioso, pero quedaríamos algo cortos. Por consiguiente, lo que aquí se busca es ir más allá de esta, develando en algo el sentido cristiano y religioso más profundo de este término, que además brinde algunos elementos cruciales en la comprensión de este voto.
Obediencia tiene su raíz etimológica en el latín, donde procede del verbo audire, el cual a su vez significa oír. Esto se relaciona estrechamente con lo que se entiende en la Biblia como la expresión obedecer. En hebreo la palabra que se ha traducido comúnmente como obediencia ha sido shemá, que significa de modo más literal escuchar, ya que en hebreo no hay un término que exprese directamente esta idea; por eso dice la Sagrada Escritura: “Shemá Israel, Adonai Elohéinu, Adonai Ejad (Escucha Israel, Adonai es nuestro Señor, Adonai es Uno)”.
Aquí se ofrece entonces un elemento fundamental sobre la obediencia. Primero que todo, la obediencia se relaciona directamente con la escucha. Resulta evidente que para seguir una instrucción o para acatar una orden lo primero que se necesita es haberla escuchado. Así que el escuchar ha constituido desde siempre una cuestión fundamental dentro del cristianismo y previamente en la religión judía. Dios es aquel que llama, Él es quien habla y ordena; por medio de su Palabra todo existe, y es Él mismo quien ha llamado a cada ser humano a la vida. En ese sentido, todos hemos obedecido a un primer llamado, el de la existencia.
Todas las personas de alguna forma deben obedecer en mayor o menor medida. La obediencia en si facilita la vida y las relaciones interpersonales, sin ella no habría posibilidad de construir un orden social. Pero en el caso de la vida religiosa, la obediencia va más allá de seguir unas instrucciones para conservar la armonía; es una renuncia a la propia voluntad, un abandono de la libertad, pero ante todo para hallar una mayor libertad, la de los hijos de Dios, lo cual puede sonar paradójico. En esto Jesucristo es ejemplo supremo. Él nos demostró la grandeza de su obrar y de su amor por medio de su obediencia al Padre en favor nuestro, lo cual no lo condujo a experiencias placenteras, todo lo contrario. Pero esto nos mostró la posibilidad de vernos libres de nuestro capricho o confort, para realizar actos sublimes en favor de los demás y en últimas en favor nuestro.
Libertad y obediencia
Parece una paradoja el afirmar que la vida consagrada es un camino para alcanzar la libertad, puesto que esta vida con sus normas, sus ritos, sus disposiciones y demás atavíos, no encaja en el concepto “libertad” que hoy resuena en la mayoría de las mentes humanas. Efectivamente ¿Quién pensaría que una persona que debe estar sujeta a un ritmo comunitario, a horarios específicos de oración, a autoridades, a decisiones sobre sí por parte de otros de si debe o no, permanecer al interior de la comunidad, es auténticamente libre? Por lo tanto, ha de afirmarse que un consagrado es completamente libre resulta ser de total extrañeza, tanto o más extraño como la misma vida consagrada.
Sin embargo, lo que para muchos es sinónimo de esclavitud y de entrega abnegada, para los consagrados debería ser un estado de libertad y madurez, puesto que, gracias a los votos el consagrado consigue una liberación particular, la libertad que da el seguir a Cristo. El religioso se hace libre en tanto que no busca apagar su sed en lo que el mundo le ofrece y, por lo tanto, se abstrae de ataduras y relaciones que conllevan al sometimiento del corazón humano. Al menos ese es el deber ser. No obstante, en medio de nuestras realidades como consagrados, esta condición de hombres y mujeres libres muchas veces parece no sentirse satisfecha, y es sumamente razonable, en tanto que, muchas cosas del mundo se nos presentan como auténticos bienes, aunque nunca equiparables con el mayor bien del ser humano, Dios.
La vida consagrada con sus votos nos proporciona un camino hacia la libertad, en tanto que nos ayudan a situarnos en el despojo de los placeres no benéficos, de las posesiones y de los poderes extenuantes, y particularmente, es gracias al voto de obediencia que experimentamos nuestro primer acto libre, porque es bajo esa condición de libertad que decidimos someter la voluntad personal a la voluntad de Dios representada en los superiores. En ese sentido es posible testificar que la vida consagrada inicia con un acto de entera libertad.
Obedecer en la vida consagrada se nos presenta como el estar atentos, vigilantes y dispuestos a permaneced en la Palabra de Dios. Permanezcan en mí, y yo en ustedes dice el Señor. Quien permanece en la Palabra es capaz de interpretar cual es la voluntad de Dios para su vida. Quien permanece en la Palabra se hace libre, porque la Verdad les hará libres. Quien permanece en la Palabra se sabe obediente en el amor, en la confianza. Solo quien confía de verdad obedece. Pero obedecer no se trata de seguir indicaciones a ciegas. ¡No! Es una virtud que tiene en alta estima un proceso cognoscitivo, en otras palabras, para ser obediente hay también que ser inteligente, perspicaz, crítico, hay que conocer el bien que se busca cuando se nos da una orden.
La obediencia más que ser un estorbo para la libertad resulta ser una mediación, una ayuda, el encauce de un compromiso maduro en pro del Reino de Dios y de nuestra felicidad, por la que libremente hemos optado. Resulta muy complicado cuando la obediencia se entiende o se inscribe como la aceptación simple de un superior, normas y estructura, eso sería minimizar o llevar a los límites inferiores el voto de obediencia; por el contrario, la obediencia es precisamente la posibilidad que ofrece Dios y la comunidad de desarrollar mi libertad en medio de unas condiciones dadas específicamente por el Evangelio, las cuales atañen, o más bien requieren, de una madurez personal. Todo esto implica simultáneamente al consagrado de manera personal pero también a la comunidad, que muchas veces no entiende o no vive de forma madura el voto de obediencia, particularmente algunos superiores y superioras que en algunas ocasiones interponen su voluntad a la voluntad Divina.
Hay que decir entonces que la autenticidad está caracterizada por la libertad, la libertad para decidir si se responde o no a un llamado y la forma misma en la que se responde. Aunque Dios llama, el hombre por medio de sus herramientas, del aprovechamiento de la formación, y de todo lo que se va presentando en la historia, así, aunque llegan momentos de “crisis”, angustia y dolor, la respuesta al llamado sigue siendo auténtica en la medida en la que el consagrado responde desde todas las perspectivas bajo la obediencia a sus superiores y a la misma voluntad de Dios que se manifiesta en la historia.
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