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ESPÍRITU SANTO, “suave brisa” que lleva a grandes cambios (7/9)

|  mayo 28 de 2020  | Por: Fr. Alexander Sánchez Barreto, O.P. | 

Nos encontramos a la espera de la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia y, en medio, los creyentes viviendo una experiencia singular por el coronavirus. Con la llegada de esta emergencia sanitaria mundial, pareciera que el tiempo se hubiese detenido a causa del aislamiento social y los confinamientos obligatorios. El hombre ha tenido tiempo para deternerse y reflexionar sobre sus experiencias vitales y la consecuencia de las mismas. La naturaleza ha aprovechado este tiempo para revitalizarse y demostrarnos irrefutablemente que hemos dejado de hacerle daño al detener ciertas acciones humanas con las cuales solo favorecemos el consumismo irracional, la explotación indiscriminada, los individualismos y el privilegio que da el bienestar particular. 

Esta aparente ralentización del tiempo ha sido abrupta al tener que adoptar una manera de existir a la que no estábamos acostumbrados. Es importante resaltar que la sensación del paso del tiempo está relacionada con la cantidad y calidad de actividades que realizamos, del disfrute de las mismas y de la ansiedad y estrés que ocasionan en nosotros.  Expresiones como “el tiempo se ha pasado volando”, “un día ya no alcanza para nada”, “los años ahora son más rápidos y cortos”, son el resultado del cruce entre las variables intensidad y sensibilidad en cada experiencia humana, según la ley matemática de Weber. 

Pentecostés es un acontecimiento de mucha intensidad y sensibilidad para los apóstoles. “Una impetuosa ráfaga de viento, lenguas como de fuego, el Espíritu que se posa, hablar en distintas lenguas, el quedar estupefactos y perplejos” (Hch 2, 1-13), son todas acciones intensas y sensibles que claramente generan una reacción en los discípulos que los habilita para evangelizar. Ellos, que habían sido neutralizados por un acontecimiento como lo es la crucifixión, van a ser revitalizados gracias a la venida del Espíritu Santo, confirmando de esta manera el cumplimiento de lo prometido por su Señor: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7).

La presencia y acción del Espíritu en la vida del creyente mantiene ese movimiento dual de la experiencia del tiempo: Intensidad y sensibilidad. Esa presencia muchas veces es inadvertida y, aún así, la acción y la fuerza del Espíritu posibilitan lo imposible. El Espíritu del Señor se asemeja a una suave brisa que lleva a grandes y profundos cambios en el creyente y de paso en todo lo que se relacione con él. 

Para estas reflexiones quisimos tomar como referente la exhortación post-sinodal “Querida Amazonía”, documento que nos orienta a ser custodios de todo lo creado (Cfr. 82). Pedir la asistencia del Espíritu Santo es el camino para que esta orientación del Papa Francisco sea realidad, para permitirnos nuestra propia conversión y el cuidado de nuestra casa común, ya que ser guiados por el Espíritu es asegurar la vida (Gal 5, 25). Es importante recordar que al principio, cuando todo era caos, confusión y oscuridad, un viento de Dios aleteaba sobre las aguas, y vino el milagro de lo nuevo, de lo creado, de lo que a los ojos de Dios es bueno (Gn 1, 2). 

En la proximidad del acontecimiento de Pentecostés, que tiene una importancia vital en la experiencia dominicana, podemos preguntarnos: ¿con cuánta intensidad y con qué sensibilidad vivimos, experimentamos, degustamos la presencia y la acción del Espíritu Santo?

Oremos:

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

(Secuencia de Pentecostes)