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ESPÍRITU SANTO, Fuego Abrazador (8/9)

|  mayo 29 de 2020  | Por: Fr. Hernán David VÁSQUEZ AMÉZQUITA, O.P. | 

¡Yo fuego, yo fuego!, gritaba desde la puerta de mi casa cuando era un niño y quería divertirme con los niños de mi cuadra, sin saber la diferencia entre juego y fuego. ¡Más fuego!, gritaba la mamá a sus hijos porque todavía la leña no cocinaba lo suficiente. ¡No hay fuego, no hay pasión!, se reprochaban los novios en una acalorada discusión porque se iba apagando el amor. ¡Dame fuego!, reclamó la abuela para encender la vela cuando se fue la luz en la casa. Son diversas estas historias y, sin embargo, la palabra “fuego” es su común denominador. Diversión, cocción, pasión e iluminación se convierten en los propósitos del fuego.

Con el fuego nos mantenemos vivos, nos alimentamos, nos enamoramos, nos iluminamos… Pero también un mal uso del mismo, puede causarnos dificultades y problemas, como lo reza el dicho: el que juega con fuego, se quema. Este juego, mal jugado, nos ha llevado a presenciar fuego arrasando con la vida. Así lo hemos hecho con el Amazonas, pues, en medio de un juego de poder, donde prima el enriquecerse a costa de la destrucción y la deforestación, donde nos creemos dueños de aquello que poseemos porque somos los seres de la razón, donde la conveniencia se convierte en embudo aprovechado por los que se quedaron en la parte ancha, hemos atacado el pulmón de nuestro mundo. Pareciese que tenemos la legitimidad de usar mal el fuego, de jugar con él. Este juego con el fuego nos aleja de vivir, de sentir calor, de protegernos y de iluminarnos. 

Esta novena que nos invita a reflexionar sobre el Espíritu Santo, el pulmón de nuestro mundo y nuestra propia vida, toma como fundamento las palabras de Francisco: “avanzar en caminos concretos que permitan transformar la realidad de la Amazonía y liberarla de los males que la aquejan” (Querida Amazonía, 111). Son cuatro sueños, uno social, uno cultural, uno ecológico y uno eclesial, que nos orientan un camino para desde nuestros pasos calurosos, protectores y luminosos, hacerlos realidad. 

“Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos”, nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,3). Pentecostés es la experiencia de las lenguas de fuego, es la experiencia de vivir ardiendo por el amor. La celebración que tendremos del acontecimiento de la venida del Espíritu Santo es actualización del fuego que se posa en nosotros y nos hace arder por la vida en el amor. Este fuego que se nos ha dado, necesita ser cuidado, valorado, amado y llevado a todos los corazones que necesitan arder. 

Para que esto pueda darse, la primera tarea que nos corresponde es identificar cómo arde este fuego en mi propia vida y cuáles son las cosas que avivan esa llama, en otras palabras, cómo dejo que Dios actúe en mi vida y cuáles son los dones que poseo para dar calor, proteger e iluminar a los demás. La segunda tarea corresponde a reconocer que mi vida es con lo que me rodea. No soy sin una realidad, no soy sin el mundo, no soy sin la naturaleza, no soy sin los animales, no soy sin las plantas, no soy sin el otro, no soy sin Dios, no soy sin la Amazonía; y como no soy sin esto, no puedo existir, no puedo tener sentido de la vida. El fuego no es para sí sino para lo que lo rodea. Nosotros que recibimos el fuego del Espíritu somos para los demás. Las fogatas, las velas y los fogones,  no tienen sentido si no son para calentar a un grupo de amigos que se reúnen a compartir la vida, si no son para iluminar aquello que se encuentra en oscuridad, si no son para proveer de alimento a quien tiene hambre.

No dejemos que se apague el Espíritu en nuestra vida (1 Tes 5,19), no dejemos de calentar, no dejemos de iluminar, no dejemos de proteger y alimentar. Este Pentecostés, en medio del coronavirus, que nos impide reunirnos en los templos para “cumplir el precepto”, tiene que ser una combustión personal que se pose en nuestros hogares, nuestros vecinos, nuestras oraciones, nuestras obras de caridad, nuestro apoyo a los que se exponen, para juntos poder seguir avivando el fuego en nuestras vidas. ¡Seamos abrasador fuego que abrace!

Oremos:

Señor,
manda tu fuego a mi vida,
hazme arder en misericordia,
hazme arder en mi vocación,
hazme arder con ternura,
hazme arder con amor.

Amén.