“Conmigo, ¡todo o nada!”: Del Evangelio según San Juan 13, 21-33. 36-38.
La vehemencia con la que el miedo habla.
Poco personajes bíblicos pueden resultar ser tan contrastantes en sus rasgos personales como Pedro. Su radicalidad e ímpetu no avanza siempre hacia la misma dirección. Él, discípulo de Jesús y originario de Betsaida, es un hombre capaz de mostrarse intrépido e incondicional y, a la vez, tan inseguro hasta rayar en lo deleznable. Es arrojado en dar el primer paso, como cuando le pide a Jesús que le deje caminar sobre las aguas, pero también es decidido dando pasos atrás, retornando con frecuencia o plegándose a esa inclinación de querer demostrarse a él mismo de lo que puede ser capaz. En otras palabras, ese Pedro a quien le queda fácil confesar que lo que dice el Nazareno es un fluir de «palabras de vida eterna», se incomoda y se enzarza con su voz interior haciendo débil.
«¡No me lavarás los pies jamás!» reconviene Pedro a Jesús. Su entusiasmado respeto hacia la dignidad de su maestro es mayor que el gesto cariñoso que este quiere expresarle. Jesús invade y arrasa con el amago de Pedro: «Si no te lavo, no tendrás nada que ver conmigo». Con una incisiva inmediatez Simón Pedro reacciona: «Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza». Pues no debe quedar duda alguna que este discípulo es capaz de hacer cualquier cosa por su maestro. Y paradójicamente, es ese el meollo del problema, porque este Pedro capaz de una franca adhesión también es capaz de la abjuración.
¿Por qué Pedro queda expuesto a tan abyecto gesto de tener que negar su trato con Jesús ante la suspicacia de una criada? Ciertamente Pedro es un hombre vacilante, pero tan claro como esto, es su sincero y vivo amor por Jesús y por su misión. Así que esto le cae a él y a los que nos sentimos sinceros y seguros en el seguimiento como «un baldado de agua fría». «¿Cómo saber entonces que algo así no nos sorprenderá?» La repuesta es sencilla pero toca las fibras más profundas de la forma como avivamos nuestras creencias. Es curioso que los esfuerzos en la búsqueda o conservación de lo que más apreciamos terminen apresados de manera repentina en una temeraria y extraña resolución: «¡todo o nada!», «si no eres para mí, no serás para nadie» o en un «¡ahora o nunca!». Estas «agallas» no tienen que ver con la radicalidad del amor, sino con la fuerza vehemente con la que el miedo, paradójicamente, nos lleva a actuar. Es algo que sucede todo el tiempo: pasamos de «devotos» cristianos a fervorosos «fusileros»; de altruistas ciudadanos a indolentes esteparios; Podemos mudar la confianza a un desasosiego desmedido por algo que acabamos de escuchar en la tele.
Jesús es consciente de este tipo de argucia como la de Pedro, como la nuestra, y aunque incluso la advierte no logra prevenirla: el discípulo siempre estará en libertad de hacer una elección. Pero no es una elección entre todo o nada, es una elección que se realiza en medio de esos radicalismos incitados por el miedo; es una elección que avanza entre tantas decisiones radicales que al final nos abaten y ensombrecen la fuerza de la esperanza y la luminosidad del amor. Como dice Benedicto XVI, parece que Jesús se ha adaptado a Pedro en vez de que Pedro lo haya hecho a Jesús. Pero es que, al final, solo así es como el Señor puede arrojar un hilo —en medio de ese laberinto de muros y pasadizos que nos inventamos para mostrarnos seguros, firmes y confiables— para que lo sujetemos y para que esta vez, la confianza no radique en nuestros «cálculos» egoístas sino, quizá y por qué no, en un conmovedora confesión como la de Pedro: «Señor, tu lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Solo en una circunstancia tal, e incluso en medio de una irremediable oscilación, podrá aceptarse inequívoca y valientemente la invitación del Maestro: «Sígueme».