En la mayoría de casos, como cristianos pensantes y reflexivos sobre nuestra vida cristiana, centramos nuestras meditaciones en la lectura del Santo Evangelio, el cual es el centro de la Revelación divina manifestada por Dios a través de los profetas y escritores sagrados. Sin embargo, no podemos desconocer del todo los textos del antiguo Testamento que tanto tiene por decirnos en nuestra experiencia de fe cristiana. Es por eso, que el día de hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre la primera lectura del libro de génesis, o también conocido como el Bereshit para los judíos.
En los versículos del 18 al 24 del capítulo 2, Dios presenta al hombre con un poder supremamente importante e interesante, el poder del nombramiento, o la capacidad de nombrar aquello que está a su alrededor. Pero vamos por partes. El hombre primigenio, conocido como Adán de manera metafórica, se presenta en un primer momento solo en el paraíso, sin nadie con quien compartir y vivir. Dios, al ver que él se encontraba sin nadie a su lado, piensa en su bienestar, y decide crear a los animales con el fin de que no esté solo, pues reconoce que no está bien: “El Señor Dios se dijo: «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude.»” (Gn 2, 18)... y creó a los animales. En este punto, Adán reconoce su poder transformador, el de asignar nombre a los seres vivientes que estaban junto a él: “Así, el hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo”. Y quiero, queridos hermanos que nos detengamos en este punto, en la capacidad de nombrar.
El nombre, en la actualidad, debe ser entendido como un rasgo de identidad que posee algo o alguien. Una cosa posee identidad cuando es nombrada; un ser humano posee autonomía de sí mismo y se diferencia del resto de los demás cuando recibe un nombre propio, el cual lo determina en cuanto a su personalidad y a su ser. Como seres racionales, aún tenemos esta capacidad, la de nombrar, seguramente no cosas nuevas e innovadoras, pero sí de nombrar aquello que es beneficioso para nuestra vida personal y más aún, espiritual. Nombrar a Jesús, a María, a San José, es reconocer en ellos el significado trascendental que tienen en nuestra vida. Nombrarlos a ellos, es invocarlos, pedir su auxilio, su compañía y su protección; es reconocer su identidad, su intercesión y su importancia en nuestras vidas. Nombrar las cosas santas y sagradas, es recordarnos a nosotros mismo todos los días, lo esencial que son estos misterios para nuestra vida cristiana. Nombrar aquello que amamos, es renovar en nuestro espíritu la consagración que como cristianos hemos realizado…En últimas, nombrar los misterios sagrados es ser conscientes de la fe en lo que creemos, esperamos y, sobre todo, de lo que estamos convencidos.
Queridos hermanos y hermanas. Como cristianos, hijos de la iglesia y comprometidos con la causa del evangelio y de la construcción del Reino de Dios, debemos ser conscientes de este poder que tenemos en nuestros labios, el nombramiento; el poder edificar un mundo más cristiano y una iglesia más humana a través de nuestras palabras, nuestras frases, nuestros cantos y discursos que deben estar orientados hacia la santidad. Hoy, más que nunca, el mundo necesita palabras que se transformen en nombres llenos de esperanza en medio de las dificultades y las tristezas, así como lo hizo Adán, que, en medio de su soledad, nombra, no sólo a los animales que Dios le dio por compañía, sino también a la mujer, a su compañía perfecta en el mundo.
Que hoy, al reconocer el poder de la palabra y del nombramiento de las cosas, podamos animarnos a seguir construyendo y edificando a través de lo que sale de nuestro corazón por medio de la boca y las palabras. Que al mismo modo que Adán, podamos dar nombre y sentido a nuestra vida y a todos quienes nos rodean, para de esta manera mostrar y manifestar el amor de Dios que se ha derramado en nuestras vidas y que queremos derramar y mostrar a los demás.
Que la santísima virgen María, nuestra madre, interceda por nosotros ante el Señor para obtener la gracia de la santidad en lo que pensamos, decimos y hacemos. Amén.