Hoy escuchamos en el evangelio que Jesús les dice a sus discípulos que aquella mujer, pobre y viuda, ha dado más que cualquier otro; y aunque no sean comprensibles estas palabras de Jesús en un primer momento, puesto que, como va a ser posible que esta mujer que solo dio dos monedas haya dado más que todos, en verdad son ciertas, estas palabras son verdad.
Esta mujer, viuda y pobre, ha dado todo, ha dado su vida. Y a esto precisamente nos invita hoy el evangelio, a que seamos como esta mujer, que lo demos todo, nos entreguemos por completo a Dios. Esta invitación nos lleva a que debemos de querer darnos y comprometernos cada día. Darnos totalmente a ejemplo del mismo Jesús que lo dio todo hasta la cruz; ser en verdad cristianos que siguen el ejemplo de su maestro, “que se hace el último de todos y puso su vida al servicio de todos” (Fausti, 2018).
En esta tarea que puede resultar difícil, y en verdad lo es, nos encontraremos en primera oportunidad con la tentación del protagonismo y del orgullo, así como les pasa a los escribas de los cuales nos dice Jesús: “Cuidado… les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones”. En ellos solo hay apariencia y deseos de ser los primeros en todo producto de su protagonismo y su orgullo. Quieren “ser primeros ante Dios” (Fausti, 2018) porque buscan los primeros puestos en las sinagogas. Esto nos solo nos recuerda la tendencia natural del ser humano a querer sobresalir siempre sino también el pecado original, pues, este se debió a la soberbia y el deseo de querer ser iguales a Dios.
Por ello, lo primero que se puede hacer al embarcarnos en esta tarea compleja, pero con un premio insuperable es reconocernos, reconocer nuestra humanidad, reconocer a Dios, reconocer a Jesús para que pidiendo su gracia y recibiéndola de nuestro Padre podamos junto con nuestra voluntad por la cooperación ir avanzando cada día y creciendo en humildad, de modo que cada vez se apague en nosotros, un poco más, el deseo del protagonismo y el orgullo que siempre nos acompañarán en cualquier momento de la vida, incluso cuando pretendamos realizar acciones buenas y en verdad, lo que hagamos, sea provechoso. Que seamos capaces de pedir su gracia porque confiamos en Jesús, reconocemos que nos puede ayudarnos y, por ende, no nos cerramos a su ayuda divina. “Como esta viuda que echa en el tesoro del templo todo lo que tiene, así nosotros echamos en Él nuestra vida y se la confiamos” (Fausti, 2018)
De esta forma, podremos entregarnos y ser perseverantes en la entrega diaria por medio de todas las actividades que realicemos por pequeñas y sencillas que sean; más aún, que en las actividades más sofisticadas tampoco nos olvidemos de lo esencial, el ofrecerlas a Dios al realizarlas con amor, siendo esto un modo de entrega de nosotros, de nuestra vida semejante a la entrega de las dos monedas de la mujer, pobre y viuda.
Hermanos, entreguémonos, pues, en cada momento a Dios ofreciendo lo que hacemos, siendo perseverantes en la oración y la contemplación, pero también en la ayuda de todas las personas a nuestro alrededor que nos necesitan y a quienes podemos orientar. Que nuestra vida sea expresión real de nuestro amor cada vez mayor a Jesús, nuestro Dios y Señor para que al final podamos decir como San Pablo: “He participado en una noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe” (Biblia de Jerusalén, 2019).